
Cualquiera que haya viajado alguna vez, por gusto o por accidente, se habrá deparado con la extraña sensación de reconocerse en modos ajenos: en la comida, el clima, el uso de los colores, o en la forma de convivir en general. Cuando incluso nos sentimos cómodos en otro lugar, llegamos a imaginar cómo sería empezar ahí una nueva vida. Después, los hábitos y los compromisos ejercen su gravedad y al poco tiempo aquella idea se nos olvida. Antes nos deja como evidencia que posiblemente somos más que el lugar de donde venimos, que nuestros antepasados anduvieron por aquí y por allá, y que encontramos su eco en donde menos lo imaginamos. Los que nunca hayan sentido algo similar tal vez formen parte de esa fracción de personas afortunadas de haber habitado siempre el lugar correcto.
Si hay algo de nosotros disperso por todas partes y aun así decidimos quedarnos, ¿qué serían las tradiciones sino una forma de darle sentido a esa decisión? Por un lado, le damos significado al espacio que habitamos: lo nombramos, lo transformamos. Por otro, segmentamos el tiempo y honramos sus ciclos: el agrario, el lunar, el del día y la noche, y el de la vida misma. Las tradiciones alinean la existencia humana con los ritmos naturales, recordándonos que somos parte de ellos, como también somos parte del inconsciente colectivo que los celebra.
Pero las tradiciones también cambian y se transforman. Nunca existió una cultura en estado puro. No desaparecen porque las personas se alejen de su hogar ni por el contacto con otras formas de vida, sino cuando dejan de tener sentido para quienes las practican. En principio, esto no debería representar problema alguno, pero hoy en día muchos de estos cambios ocurren de manera abrupta, fracturando el entorno y alterando el ritmo del tiempo local. El mundo reduce progresivamente la diversidad de formas de ver, pensar y sentir.

Las tradiciones, aunque pueden fascinar, tampoco deberían parecernos exóticas. De hecho, la mayor parte del tiempo será solo cuestión de óptica. A un observador apresurado le podrá parecer difícil identificarse con una expresión lejana, hablada en otro idioma y acompañada de otras costumbres. Pero incluso en una actividad tan aparentemente “neutral” como la ciencia habitan ciertas costumbres: las formas retóricas, la forma de modelar la información y hasta en los atuendos típicos de cada profesionista. La ciencia también tiene mitos y se transforma radicalmente con el tiempo, a medida que las épocas nos invitan a mirar el mundo de otra manera.

Desde el culto a los muertos hasta el ciclo solar de la Tierra, pasando por la celebración de los ciclos agrícolas y las etapas de la vida, las tradiciones pertenecen al ámbito de lo colectivo y lo generacional; formas de apropiarnos del tiempo. En cambio, las costumbres se viven de manera más cotidiana e individual.
Ambas, sin embargo, nos permiten reflexionar sobre las generalizaciones y los matices que nos definen. Si pensamos en una macrorregión como Mesoamérica, podemos rastrear una diversidad de expresiones culturales que convergen en una historia de encuentros. Es importante reconocer que las tradiciones no solo resisten el paso del tiempo, sino que se transforman con cada generación. En Fondo para la Paz, este aprendizaje nos lo dejan las regiones de Sierra Zongolica, Huasteca potosina, Altos de Chiapas, zona de Calakmul, y las regiones chinanteca, costa y mixteca de Oaxaca, donde el conocimiento tradicional se adapta a los cambios constantes, sin perder la esencia de su memoria colectiva. Más que preservar un legado estático, acompañamos procesos vivos que buscan equilibrar identidad y transformación, recordándonos que, desde un punto de vista histórico, el arraigo defiende a la diversidad tanto como las tradiciones al tiempo natural.
-Ferdinando Armenta- Coordinador Estatal, Huasteca ⋅ Fondo para la Paz IAP
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